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Historia

El INEI

Cuando se habla de crisis energética tendemos a seguir pensando en un acontecimiento político de efectos pasajeros. En el siglo XXI la situación es muy distinta: tenemos una economía, y toda una civilización, basada en los hidrocarburos y en particular en el petróleo, los cuales proveen cerca del 80% de la energía que consumimos. Pero los hidrocarburos son un recurso finito y también precioso. Las reservas de petróleo durarán algo menos de cien años mientras que las de carbón podrían durar entre doscientos y cuatrocientos años más. Esto podría parecer un largo tiempo, pero nuestros problemas con la energía comenzarán mucho antes, quizás dentro del los próximos años si es que los acontecimientos recientes no indican que ya han comenzado. En efecto, hemos consumido la mitad de las reservas de petróleo y eso significa que ya no será posible mantener la tasa del 2% de aumento de producción anual necesaria para seguir el crecimiento de la demanda. Es difícil hacer previsiones, pero es solo cuestión de tiempo (quizás cinco o diez años) que la tasa de producción mundial de petróleo comience a declinar. Como ya lo está haciendo desde 1990 si excluimos a los pozos del Golfo Pérsico, los cuales todavía parecen capaces de aumentar su tasa de producción durante unos pocos años más. Es el fin de la era del petróleo barato a 25 U$S el barril y el inicio de una verdadera crisis energética de carácter estructural.

 

 

Ciertamente el carbón es mucho más abundante y el pico de producción no se alcanzará posiblemente hasta el año 2100 o 2200. Sin embargo resulta insensato seguir quemando hidrocarburos al ritmo actual. En primer lugar porque es un recurso precioso que tiene otras aplicaciones de mayor valor y de gran impacto en nuestra vida cotidiana como son las industrias petroquímicas y farmacéuticas. Resulta imposible mirar alrededor y no ver un producto de estas industrias. En segundo lugar, es un hecho aceptado que la tierra está sufriendo un cambio climático inducido por la actividad humana y que es consecuencia, principalmente, de las emisiones de gases invernadero que en gran parte son CO2 producto de la combustión de los hidrocarburos.

En este panorama, las energías renovables (solar, eólica, hidroeléctrica, etc.) son, sin duda, una ayuda pero totalmente insuficientes en la práctica. En efecto, la energía hidroeléctrica, dejando aparte su impacto ambiental, ha alcanzado su nivel de saturación y excepto la polémica gran presa de las Tres Gargantas en China, ya no quedan sitios en el mundo que puedan producir cantidades relevantes de energía. Las restantes formas de energías renovables (solar, eólica etc.) aunque valiosas, son de aplicación limitada pues al no estar disponibles a requerimiento necesitan estar asociadas a un sistema energético más robusto que se encargue de producir el grueso de la energía. Esto limita su importancia a menos de un 20% del total de producción de la energía.

La energía nuclear convencional es capaz de producir el 80% restante y reemplazar a los hidrocarburos. Pero, aunque las cuestiones de seguridad que tanto asustan al ciudadano medio son un problema técnicamente soluble, la cuestión de la gestión de los residuos nucleares y el peligro de proliferación de armas nucleares sí son un problema todavía no resuelto.

La fusión termonuclear controlada, planteada como “la solución final” al problema energético por su potencial para producir energía prácticamente ilimitada de forma limpia y segura, debe todavía demostrar su factibilidad científica. Parece muy posible que ésta quede demostrada dentro de los próximos cinco o diez años, pero aun así quedará un largo camino hasta demostrar su factibilidad tecnológica y su implantación práctica.

 

 

Por último cabe mencionar que si bien el combustible para vehículos del futuro será sin duda el hidrógeno, su producción con el método actual mediante la combustión de hidrocarburos no representa ninguna solución práctica, por lo que se requiere un fuente primaria de energía (nuclear, termonuclear, solar, eólica etc.).

Nos hemos acostumbrados e medir el éxito de una política económica, así como el bienestar de una nación, por su tasa de crecimiento. En un mundo finito, con recursos finitos, el crecimiento experimentado durante el siglo XX puede ser más un espejismo que un reflejo de algo natural. A menos que seamos capaces de crear más recursos. El siglo XXI puede ser el fin de una era dominada por el impulso Malthusiano de crecer indefinidamente, o puede ser el inicio de un esfuerzo sin precedentes para generar nuevos recursos a partir de la investigación científica y tecnológicas. Quizás la mejor estrategia se encuentre en el punto medio: estimular el ahorro de energía, y por otra parte desarrollar nuevas formas de producirla. En tal contexto la investigación en el problema de la energía constituye uno de los mayores imperativos de este siglo.